Lunes, 17 de enero
Inicio mi segunda semana de trabajo del año haciendo lo propio desde casa, lo que no evita que siga mis costumbres y revise mis redes sociales y páginas preferidas antes de ponerme al tajo.
Aunque suelo apurar más la cama cuando no voy a la oficina, hoy he decidido levantarme antes para intentar terminar un proyecto que corre prisa. Por eso, mientras preparaba el café para desayunar con mi novio, la calle estaba oscura y apenas se veía nada.
Ahora, una hora después, me desperezo en la silla mientras miro a través de la ventana de la habitación del ordenador. Pego un respingo: Madrid ha desaparecido detrás del muro de la terraza de mi ático. No hay edificios, ni luces, ni contaminación. No está mi barrio ni se ven los arbolitos del Retiro, que deberían sobresalir entre las casas del horizonte. No hay cielo, ni tierra, ni la sierra al fondo. No hay nada.
En su lugar, un blanco grisáceo, propio del papel reciclado, ocupa el espacio. Todo es blanco. Me pongo de pie para asomarme mejor a la ventana y poder ver la acera, pero ese color lo ha inundado todo y el suelo de Madrid no existe. Es como si alguien hubiera madrugado más que yo para borrar la ciudad.
Qué extraño panorama. Veo los bancos de mi terraza, rodeando la pequeña mesa de madera, y hoy me resultan fuera de lugar. Parece que esperan, en silencio, a que alguien termine de pintar el cuadro, totalmente blanco tras ellos, y decida si el cielo será azul o habrá nubes. Entonces, ellos colorearán sus tejidos y volverán a ser muebles de terraza porque hoy tienen una rara tonalidad incolora que, unida a la falta de sombra que produce la niebla, les da un aire de catálogo un tanto fantasmagórico.
Y aquí, metida en casa, rodeada de niebla, tengo una sensación rara. No veo nada, no oigo nada. La niebla también se ha llevado los sonidos y el ruido de Madrid ha desaparecido. Me siento presa de mi propia habitación, como si el mundo hubiera desaparecido detrás del cristal. ¿Hay alguien ahí fuera?
Nos ¿vemos? mañana, a las ocho.
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